martes, 18 de mayo de 2010



El miércoles anterior al domingo de Pentecostés, interminables cortejos de carrozas entoldadas, bamboleantes y repletas de flores, convergen en la aldea del Rocío, situada a unos cincuenta kilómetros de Sevilla. Los hombres, con los pantalones ceñidos sobre amplias camisas blancas, sudan bajo sus bajo sus sombreros de ala ancha.

Las mujeres, con el cabello encarnado, extienden una cascada de volantes de peso sobre las grupas de los purasangres andaluces. La romería del Rocío, la mayor peregrinación de España, es asimismo, entre todos los rituales religiosos españoles, el que expresa el desenfreno más espectacular de colores y alegría.Pero el Rocío atrae también a un centenar de cofradías de todas las poblaciones cercanas a Cádiz, Huelva y Sevilla Los peregrinos atraviesan a pie, otras veces en barca, las marismas del delta del Guadalquivir, para llegar al Rocío, en el límite del Parque Natural de Doñana.
Año tras año, las autoridades muestran preocupación por los posibles excesos de esta aglomeración abigarrada, inquietud baldía, ya que las refriegas forman parten de la fiesta y no intimidan a los peregrinos, cuyo número se acerca al millón.

Y es que, además de todos los gitanos de la provincia, la romería atrae a caravanas procedentes de todo el país y del norte y centro de Europa. Para los gitanos esta larga marcha es como una vuelta a los orígenes, al nomadismo atávico...
Por la noche, en los campamentos se bebe, se canta, se baila. El son de guitarras flamencas y panderetas, traído por el viento arenoso, anima la noche. Al final del viaje, el rumor de los chillidos de las aves acuáticas queda difuminado por el de la multitud, inquieta por adorar a su Blanca Paloma, la Virgen del Rocío,momento álgido del fervor colectivo se alcanza en la noche de domingo al lunes: engalanada, ceñida con sus collares barrocos, la paloma de las marismas sale, por fin, de su santuario.A los gritos de “Que viva la Blanca Paloma!”, la Virgen desfila y sus porteadores tropiezan, pues el paso se halla obstaculizado por una marea de admiradores cuya razón, aturdida por la espera, se tambalea con las primeras luces del alba.

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